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Gabriel Encinar

Fin de trayecto

Quisiera invitaros a la lectura de este relato del que es autor José Rey Dopico. Escritor de peso que hace ya algunos años publicó el libro de relatos titulado "CUENTOS DE MAR, MELODÍA Y LUNA" con el éxito que corresponde a quien tiene el talento para sumergirte en una historia de mar y luna, con un fondo musical maravilloso.

Para saber más de este autor os dejo el enlace a su página web, que la disfrutéis:

www.josereydopico.com

Fin de trayecto. José Rey Dopico

Los hierros de la mediana se suceden vertiginosamente en mis pupilas. Las ruedas devoran a gran velocidad las líneas discontinuas de mitad de la calzada, y me invitan a perderme en mis pensamientos y no invertir la requerida atención al volante.

Muy pronto dejaré de arrasar esta autopista día a día, en las mañanas de invierno, cuando aún la luz se muestra perezosa, o en sus frías tardes de regreso a casa. No volveré a contemplar en ella esas extrañas reverberaciones, pequeñas lagunas en el asfalto que crea el sol cuando en él se refleja el caluroso verano. No acabo de hacerme a esa idea.

Estoy llegando al peaje. Extraigo del compartimiento que hay debajo del volante la tarjeta de abonado exclusiva para este tramo de circunvalación. Recuerdo las idas y venidas al ministerio para arreglar su expedición, el papeleo excesivo y el formalismo exagerado para algo tan simple que obligaron en dos ocasiones al funcionario a facturarme de vuelta a casa por no cumplir todos los requisitos exigidos. Todo eso se va a convertir ahora en inutilidad.

Me antecede un Ford Escort azul. Despego mis ojos de la matrícula que lo nombra y que me guió hasta aquí como a un autómata prácticamente desde la entrada del vial, para escrutar desde los aproximadamente veinte metros que me separan de ella, la silueta de la cobradora dentro de su cabina. No llueve, pero el intenso frío de la mañana la obliga a mantener la ventanilla cerrada entre cobro y cobro.

El del Ford estira la mano para pagar y ella hace lo mismo para recibir el dinero. La operación está hecha y veo como se levanta la valla permitiendo reanudar su rumbo al cliente. Es mi turno. Sin embargo, antes de que haya terminado mi maniobra de aproximación, la muchacha de cabello rubio desciende de su puesto para acercarse al de cobro automático. Allí un hombre corpulento de mediana edad amenaza con destrozar a golpes de frustración el aparato al ver que su tarjeta bancaria no es aceptada.

Me fijo en la chica. En realidad no es la primera vez que lo hago. Desde que empezó a trabajar aquí siempre fue un punto de referencia en mis viajes al trabajo. Antes había en su puesto un hombre de gesto adusto, que ni siquiera daba las gracias o emitía ningún tipo de saludo. Deberían de obligarles a ello, en muchos casos son la primera persona con la que mantenemos una relación en el día que nos espera, por corta que sea, y se agradece que ésta sea amable.

Me agrada como camina. Es más alta y estilosa de lo que mis raquíticos datos anteriores sobre ella me permitían suponer. Algunos días me acercan la osada sensación de que entre los dos hay algún tipo de atracción por la forma en que me mira y me atiende. No es tan extraño, una relación puede surgir de una simple sonrisa o de una mirada, siempre hay un primer indicio. En más de una ocasión me sentí tentado de proponerle una cita fuera de horas de trabajo, pero lo único que conseguí de mí mismo fue sentirme absurdo y cobarde.

No pierdo de vista su pequeña carrera final escapando de esta helada que hace que los termómetros se aproximen a valores negativos. Antes de cruzar la puerta de cristal, gira su cuello y me observa una décima de segundo que parece congelarse en el tiempo. Sube las escasas escaleras, se incorpora a su silla, la miro y me sonríe, pero me siento delatado por mi interés y soy incapaz de devolverle el gesto. A cambio le extiendo la tarjeta moribunda. Me la devuelve envuelta en otra sonrisa y en un saludo de buenos días que parece reservado sólo para mí. Piso el pedal del acelerador en un nuevo ejercicio de cobardía y dejo atrás el lugar para enfrentarme a la realidad que me espera.

Mi trabajo no está demasiado lejos de allí, tal vez un par de kilómetros. Busco aparcamiento y me tengo que conformar con la zona donde el barro suele arruinar mis labores anteriores de limpieza del auto. No me quejo, la culpa es mía, ya que no soy un ejemplo de puntualidad. En realidad suelo ser el último en llegar, si exceptúo a mis compañeras de papeleo, que tienen un horario distinto.

El edificio de oficinas se me presenta ahora inhóspito. ¿Cuantas veces en los últimos trece años traspasé esa puerta siendo saludado por el pitido inquisidor de la alarma? La cuenta es fácil de hacer. Y ahora los que me quedan son pocos.

La fábrica va a cerrar. Posiblemente a mediados de este mes de Diciembre. Cuando nos lo comunicaron sentí una extraña sensación de agobio y alivio a la vez, como una macedonia que mezcla todos sus ingredientes en el paladar. Sólo hace unos días de aquello, así que lo recuerdo con nitidez.

Nos emplazaron a todos abajo, en la nave. Fue el gestor encargado de llevar los asuntos burocráticos de la Empresa el elegido para transmitirnos la noticia. Cuando lo vimos entrar, con su metro noventa mostrando un porte defensivo y el gesto tenso, supimos que no estábamos a punto de asistir a una comida de confraternidad. Nos dijo, casi pidiéndonos perdón por tener que hacerlo, que las pérdidas de los últimos años obligaban a ello. Se hizo un silencio abrumador que dolía. No hubo reproches. No hubo discusiones. No hubo ningún signo de comunicación oral. El silencio se encargaba de repartir evidencias. Miré para mis compañeros inconscientemente, viéndome reflejado en ellos. Mariño, Siro, Inocencio, Eladio... todos estaban ausentes del exterior, perdidos en sus pensamientos, con los ojos plenamente abiertos de necesidad intentando asimilar lo que acababan de oír.

Sentí una pena urgente por ellos, tal vez una forma de no admitir mi vulnerabilidad ante tal noticia. Pero es que no debe de ser fácil, Mariño, que te digan que tus treinta y dos años en la Empresa han finalizado, que no podrás jubilarte tranquilamente en ella, ahora que estabas tan cerca, a tan sólo unos cientos de moldes. O a ti, Inocencio, quién te va a dar una pista de cómo hacerle entender a tu mujer y a tus cuatro hijos que el único sueldo que entraba en tu casa ha pasado a la historia. En realidad entre ellos me siento un privilegiado. Mi situación no es tan mala. Tengo sólo treinta y tres años y mucho tiempo por delante para encontrar otro trabajo. Seguro que será para bien, como me diría a partir de este momento mi gente con esa reiterada y mecánica poca convicción.

Aquel mismo día llegamos a un acuerdo con la Dirección. Aunque ésta no se dignó a aparecer en ningún momento ante los empleados. Nunca nos caracterizamos por ser un personal demasiado problemático. Nosotros nos comprometíamos a acabar el trabajo pendiente en treinta días, y a cambio recibiríamos nuestro sueldo íntegro. De lo contrario no podrían pagarnos el mes. Parecía un acuerdo justo. En realidad no se le podría llamar acuerdo, simplemente aceptamos lo único que nos ofrecieron. No teníamos más opciones.

Ahora, de aquellos treinta días pactados sólo han transcurrido dieciocho y todo el trabajo está hecho. El ritmo ha sido vertiginoso, como si todos quisiéramos acabar cuanto antes con esta etapa, larga y oscura para unos, la única para otros, que se nos va. Quedan pedidos vírgenes en mi archivo de ordenador, pero se trataba sólo de rematar lo empezado.

Hoy abandono mi oficina por primera vez en el día para bajar a la fábrica. Al contrario de lo habitual, no tengo ningún motivo para hacerlo que no sea el de saludar a mis compañeros. Entro en el taller mecánico, la primera de las estancias que me recibe, y siento que las máquinas me observan como si nunca antes hubieran reparado en mi presencia. Están ociosas y no las culpo, tienen tiempo de sobra para ello. La moldeadora, la desmoldeadora, el molino, los dos hornos, el carrusel de montaje, la máquina de granallado, el torno, el taladro industrial, las rebarbadoras... parecen haber caído en un profundo sueño del que jamás se despertarán, porque son ya muy viejas para hacerlo en otras manos, muy viejas para que alguien quiera hacerlas suyas. Todo está mudo ahora en este lugar. Nunca creí que pudiera llegar a añorar ese ruido ensordecedor que me recibía a las puertas de la fábrica.

No veo a nadie en esta zona de trabajo. Atravieso el enorme umbral que distingue el taller de lo que es propiamente la zona de fundición. En otras circunstancias las cajas de moldes preparados para la colada me obligarían a trazar un suave zigzag para esquivarlas. Pero no es el caso, ahora el camino está despejado e inhóspito, de negra tierra, como un paisaje lunar. Todos los operarios están reunidos en el mismo sitio, dejando pasar ramplonamente los doce días que faltan para marcharse a sus casas con el sobre del dinero lleno, aunque no tanto como otros meses, al no haber hecho horas extras.

Las luces están apagadas, ¿quién las necesita encendidas? La rácana luz de invierno es suficiente para lo que hay que hacer. Aún así me cuesta encontrar a mis compañeros, pertrechados detrás de una gran pila de cajas de hierro. Se muestran ausentes e indiferentes ante mi llegada. No recibo ni siquiera ese buenos días que suelen anteceder a los largos comentarios y discusiones sobre la jornada dominical de fútbol. Sólo uno, Inocencio, me dedica el saludo habitual de los últimos años, aunque con el entusiasmo extraviado entre el frío y las circunstancias.

-¡ Hombre, Libretas ! Pensé que no habías venido hoy.

Mi respuesta no resulta muy original.

El mote me lo he ganado a pulso durante toda mi carrera aquí. Siempre que me dirigía a la fábrica lo hacía con un pequeño block en la mano o en el bolsillo de la camisa, acompañado del correspondiente bolígrafo por si se hacía necesario tomar alguna nota o con la intención prematura de hacerlo. En este lugar todos tienen motes. Como Eladio, El Soltero, que aunque no es el único, sí que lo es con más de cincuenta años de edad; o como Lito, El Magdalenas, que adquirió el sobrenombre en aquella temporada en que el trabajo externo de la Empresa le obligó a desayunar todos los días con el jefe en alguna cafetería de carretera.

El principal bautista de la parroquia es Siro, un tipo delgado, amante como ninguno del dinero que siempre le impidió disfrutar de vacaciones a cambio de una buena paga extra. Posee el don de la palabra, no en calidad sino en cantidad. Con él los silencios en el vestuario o en los minutos previos de entrada al trabajo son una quimera. Con esta atribución no podía librarse tampoco de su apodo de El Mudo. El resto de los sobrenombres son más habituales, como El Chispas, El Padrino o El Ahijado.

El frío corta los pensamientos en este lugar. Es un frío de inactividad que los obreros combaten con calderos llenos de madera ardiendo. Doce cuerpos esparcidos por entre las cajas de moldeo, sentados sobre los bidones metálicos de pintura, apoyados contra una máquina o tumbados sobre un plástico estirado en el suelo. Doce cuerpos con vida, pero sin alma, sin habla, sin su rutina, que les fue arrebatada de un zarpazo de un destino sin connivencia con el pasado que les había traído hasta aquí. Yo sólo represento el número trece.

Joaquín y Lolo hablan aparte y en voz moderada de lo que hay que hacer después de recibir la carta de despido. Creo que esto lo he oído en los últimos días una decena de veces, pero nunca es suficiente, no para la tranquilidad de cada uno. Inocencio enciende un pitillo mecánicamente, el segundo en los diez minutos que llevo aquí abajo, mientras Siro estira la mano para recibir otro después de habérselo pedido.

Reparo en la nave que tantas veces me acogió de la lluvia o del intenso calor. Siempre supe que estaba vieja y anticuada, pero ahora, en la quietud de mi mirada y de su reciente inactividad se me antoja derrotada, como sin fuerzas para continuar adelante. La vista me trae el olor de otras tardes en que el hierro se colaba por mis fosas nasales dejando un poso amargo y ácido a la vez en mi garganta. El techo me muestra sus mil parches por donde aún se cuela de vez en cuando alguna gotera. Las altas paredes parecen querer derrumbarse ya sobre nosotros. Las máquinas, obsoletas y sucias por el polvillo adherido durante tantos años de coladas de hierro y acero me hacen preguntarme cómo es posible que aquello hubiera aguantado hasta ahora. Creo que en realidad lo han dejado morir en un proceso lento y penoso. Lo hemos exprimido hasta la última gota, como a esa naranja que ya sólo deja ver la aspereza interior de su monda. El tiempo hizo bien su trabajo.

Suena la sirena. Es la una del mediodía, hora de irse a comer. Me retiro sin ganas de sentarme delante de un plato pero con otras enormes de escapar de allí durante dos horas.

La señora Elena, mi cocinera de estos últimos años, Pablo, el albañil, y Ricardo, el empleado de banca, que también disfrutan de su cocina casera, le restan importancia a mi situación en un intento de devolverle algo de vida a mi mirada. Creo que no lo consiguen. Ni siquiera logro concentrarme en la partida de cartas posterior a la comida que compartimos todos los días, así que acabo sentado en actitud pasiva delante del televisor. Una bella señorita nos refleja los números económicos del país en el último año y se vanagloria de los buenos resultados alcanzados por el Gobierno. Sólo consigo emitir un burlón resoplido de desaprobación. El País marcha viento en popa mientras la nave que me lleva, desconchada e inútil, queda varada en el pedregal.

Mientras camino de vuelta al trabajo reparo en decenas de elementos que siempre han estado allí, contemplando día a día mi paso, y que nunca se me habían mostrado al interés de la vista, como aquella casa abandonada en lo alto del pueblo, o el gran nido que corona el campanario de la iglesia. Pienso que tal vez aparezcan ahora para darme la despedida definitiva y no puedo dejar de sentir una brisa fría en el corazón. No imagino mis días sin estas costumbres, que antes me parecían aburridas e inertes y ahora se me antojan entrañables y necesarias. Estos pensamientos me llevan directamente a la puerta del trabajo.

Comienzo matando el tiempo con mi compañera de oficina y de cotilleos, Sandra, contándole todo lo que se habla abajo. Pero pronto la tarde se presenta anómalamente movida. Acuden varios clientes paulatinamente, a los que tengo que despachar contándoles la situación entre sus habituales pésames. No saben que esto es lo único agradable de este caso, el poder largar con viento fresco a todo cuanto pelmazo aparece por aquí sin tener que aguantar sus manías y caprichos.

Al filo de las cinco aparece el Sr. Ruiz, un tipo siempre áspero y mal encarado al que hace más de seis meses que no veía. Uno de esos a los que uno no quisiera tener como cliente. Regenta una Empresa de alumbrado público a la que les suministramos columnas de iluminación. Sus visitas suelen sumar al motivo de un pedido el de una protesta airada por la calidad del material. Es esta ya su táctica, su forma de trabajar. Cuanto mayor parezca su descontento menor será la posibilidad de que el jefe se decida a subirle de precio los materiales. El problema es que el destinatario de sus quejas, como responsable de la producción y la atención al cliente, soy yo.

Aguardo la primera estocada nada más verlo. Sin embargo su saludo cordial engalanado con una sonrisa que parece sincera me desarma. Después de interesarse por mi salud con inusitada devoción y de emitir un agrio lamento por la información que le aporto con respecto a la fábrica, me revela el motivo de su prolongada ausencia. Su enorme mano derecha se posa en mi hombro como si decidiese quedarse a vivir en él y me parece que pesa toneladas. Hace ocho meses, me cuenta que, sufrió un infarto del que al parecer sobrevivió a pesar del pesimismo médico. Me cuenta, como quien comparte con su mejor amigo sus inquietudes, que comprendió que el trabajo no lo es todo, como aprendió que el ocio, la familia, las amistades, el aprender a vivir es necesario después de haber estado a las puertas del purgatorio esperando turno para entrar. Por un momento creo estar asistiendo a las conversaciones propias del catecismo predecesor de la primera comunión. En cualquier caso, mi sorpresa por su afabilidad se ve aclarada.

Su confortable amistad que me regala en unos minutos me deja descolocado y soy incapaz de devolverle algo parecido. Sólo me atrevo a dejar asomar algo semejante a una sonrisa en forma de mueca y a permitir que mi mano sea estrujada por última vez por la suya. Se retira de mi oficina deseándome antes suerte de cara al futuro. Tengo entonces la sensación de que el Sr. Ruiz no acaba de estar aquí, al menos no el que yo conocía. Tal vez el infarto del que hablaba ganase la batalla y ahora su fantasma anduviese vagando de un lugar a otro, expiando culpas con todos aquellos con los que algún día de una u otra manera fuimos sus víctimas.

Aún no me he rehecho de esta última visita y de las consecuencias psicológicas que me dejó cuando ingresan en la estancia dos tipos desconocidos para mí. Uno de ellos, el más joven, de cabello y bigote rubio, con aspecto de actor de Hollywood, porta en su mano una gran maleta de material blando. El otro, alto y grueso, toma la palabra para exponerme la razón de su visita.

Se presentan como integrantes del equipo de producción de una película que se está rodando en nuestra ciudad. El hombre joven, sin entrar aún en la charla, saca varios planos del maletín y el otro me explica lo que quieren de nosotros. Siento gran curiosidad, así que decido aplazar la noticia del cierre.

La dirección de la película, me cuentan, desea copiar fielmente una chimenea de un palacio francés para incluirla en una de las tomas principales. Necesitarán por tanto, todos los elementos de fundición necesarios para crear la parte exterior de la misma, la que el público verá. El hombre grueso, que bien podría pasar por su aspecto por el malo de la película, expone sus exigencias con encomiable entusiasmo, lo que consigue el efecto contrario en mí. Me habla de la importancia de que los relieves de la pieza salgan bien definidos, de lo trascendente de igualar el color al original, de que no repararán en el precio si el resultado es el esperado, de la urgencia...

Su proyecto y sus explicaciones comienzan a parecerme absurdos, fuera de lugar. Cuando estoy a punto de perder mi trabajo alguien viene a hablarme de lo vital de una chimenea en una película, como si eso fuese lo que permitiría que la Tierra siguiese girando en los próximos meses. Le comunico con acritud la imposibilidad de fabricar lo que piden y el motivo y ambos se miran desconcertados, preguntándose seguramente por qué les hice perder su tiempo. Pero sin darse por vencido el hombre más joven habla por primera vez para intentar convencerme de que le hagamos el trabajo antes de cerrar la fábrica. Cruzamos unas cuantas frases no demasiado amables antes de que el hombre grueso decida recoger con violencia los planos postrados encima de mi mesa de dibujo e introducirlos en la maleta como si fuese un montón de paja en una bolsa. Se van sin ni siquiera saludar. Entonces dudo de poder resistir el envite de otra visita como las dos últimas.

El resto de la tarde resulta afortunadamente aburrida. Enseguida dan las seis. Salgo como escupido de aquel lugar para volver a mi casa. Llego al peaje de la autopista donde intento alcanzar con la vista la silueta perdida entre los cristales de la cabina adyacente a la chica sin nombre. Me atenaza el pensamiento de que mañana he de volver a un trabajo sin futuro.

Ese día llega. Ahora estoy más tiempo en el taller que en mi propia oficina. Al fin y al cabo allí ya no tengo nada que hacer. Al menos aquí abajo me siento acompañado y puedo compartir las inquietudes con los demás.

Es temprano. El frío ha disminuido considerablemente, pero la humedad propia de la zona hace que al cabo de un rato de estar parados los huesos vuelvan a quejarse. Algunos intentan combatirlo dando pequeños paseos de un lado a otro y frotando las manos. Uno de ellos es Sebas, que se fija en algunos detalles de la maquinaria, como si fuese la primera vez que la tiene delante o como si estuviese evaluando la posibilidad de llevársela para casa. Al fin y al cabo alguna vez ya fue acusado sin pruebas de algo semejante.

Matamos el tiempo ironizando con nuestra propia situación. Mario propone ganarnos la vida a partir de ahora igual que los protagonistas de esa película inglesa que emitieron la semana pasada por televisión, Full Monty. Las coincidencias son claras, una fundición que quiebra, unos obreros al paro... El solo hecho de imaginarnos a Inocencio o a Mariño haciendo un strip-tease para ganarse la vida hace que la mañana adquiera otro cariz más amable. Mario va más allá de la broma dialéctica, subido a un gran bidón de resina y comenzando a convertir aquello en un pequeño ensayo de la función.

En ese momento entra el representante de la Empresa con gesto serio y tenso. Mario, avergonzado, alcanza de un pequeño salto el suelo y se abrocha la camisa disimuladamente. Los demás, mecánicamente, formamos un círculo en torno al gestor.

Sin preámbulos nos dice que lo siente mucho. ¿Quién no lo siente mucho? ¿Yo, tal vez? No sé muy bien lo que siento. ¿Mariño, Inocencio, Lolo? No lo creo. Nos dice que el acuerdo de pagarnos la liquidación en este mes será imposible porque la Empresa no ha conseguido vender un terreno que tenía apalabrado. Nos dice que hará todo lo posible para presionarlos de modo que soliciten una hipoteca sobre los numerosos y valiosos bienes que poseen. Nos dice que no hay motivo para ponerse nerviosos. Nos dice que todo se solucionará. Nos dice que guardemos la calma. Nos ruega que guardemos la calma.

Eladio comienza el turno de protestas. Pablo le sigue en tono más airado. Muy pronto se forma un revuelo de voces que se cruzan en el mismo punto y que evitan que aquello se parezca mínimamente a una conversación.

Reflexiva o inconscientemente miro para Sebas. Está a punto de estallar. Es un hombre joven, de aspecto rudo y castigado por una antigua y prolongada adicción a las drogas. Siempre pensé que no es mala persona, pero tal vez la vida le haya puesto difícil el poder demostrarlo. Todavía no ha dicho ni una sola palabra, pero tiene ambos puños cerrados, posiblemente conteniendo en su interior una ira a punto de liberarse, mientras sus carótidas y yugulares amenazan con reventar su garganta.

No tarda mucho en escupir una opinión personal sobre el jefe en forma de insultos encadenados que salen de su boca a empujones. Sandoval, el gestor, le pide un poco más de calma y discreción con cierto aire de desprecio hacia él, lo que hace que Sebas, desconcertado o en un acto de sensatez, se retire unos metros fuera del grupo para intentar serenarse.

Su retirada no supone una tregua para la situación que se acaba de desencadenar. Ahora es Mario el que increpa, con su voz poderosa y joven sobrevolando nuestras cabezas y alertando nuestros tímpanos, se superpone con la no menos airada aunque más experimentada palabra de Siro, luego le sigue el Magdalenas, Paz, Joaquín...

Veo, o me parece ver, que Sandoval retrocede instintivamente un paso, obligado por una jauría a punto de devorar a su presa. Intento decir algo que aporte unos grados de cordura, pero la cordura no tiene el don del sonido, y mi voz se pierde como una hormiga entre los juncos.

Se escucha un grito que invita a callar. Todos reconocemos la voz y en menos de dos segundos un silencio obediente reemplaza al griterío. Ahora toma la palabra, moderada, precisa, entendida, forjada en mil batallas parecidas, Ramos, el delegado sindical que acude desde el principio del conflicto a asesorarnos sobre el particular. Expone a Sandoval calmadamente su parecer, su negativa opinión sobre el Empresario en cuestión y acto seguido le exige una solución urgente para quienes han cumplido con su parte del trato puntualmente.

El gestor esgrime débiles argumentos que provocan malestar y desconfianza. La tensión aumenta. Ahora el aire es más denso que cualquiera de aquellas tardes en que el humo liberado por los hornos solía envolver el ambiente penetrando en las gargantas sin permiso. Nos emplaza para la semana siguiente, esperando tener otras noticias. Sólo nos queda aceptar nuestra suerte.

Esa semana se hace eterna. Es una repetición de las anteriores. Aburrimiento, desidia, nerviosismo, preocupación, solidaridad. Idas y venidas romas de casa al trabajo y de la oficina al taller. Sólo en los viajes al trabajo, a las ocho de la mañana y a las tres de la tarde, mi suerte parece ser otra, cuando mi mirada se encuentra con la de esa chica que me extiende la mano solicitando mi tarjeta en el peaje. A las tres procuro ser siempre puntual, porque de lo contrario ella habrá cedido ya su turno a otro compañero.

El frío nos guía por esos siete días nuevamente para que no nos olvidemos de cual debe de ser nuestro estado de ánimo. En muchos de los momentos a solas que paso en mi oficina, al calor de la estufa, perdido en la pantalla del ordenador, dejo volar la imaginación hasta aquellas playas del Sur que todos los veranos me acogen. Siento una gran desazón pensando que tal vez este año no pueda tener esas acostumbradas vacaciones. Quién sabe dónde estaré y cual será mi situación para entonces. Me acuerdo de Eva, aquella chica que conocí en Huelva, al calor andaluz, y que tantos días y noches maravillosas me brindó durante un mes de Agosto. Me acuerdo de Adrián, el pescador que con frecuencia me invitaba a acompañarlo en su pequeña embarcación por la bahía en busca de los mejores rinconess para la pesca. Me acuerdo de las fiestas del pueblo, de las ganas de vivir de aquella gente, de la luna infinita en aquel cielo siempre limpio por la acción del viento, del calor que desprende el asfalto al mediodía... Me acuerdo de tantas y tantas cosas que cuando regreso de un brusco frenazo a la realidad mis pupilas se encogen.

Llega el día señalado y el nerviosismo aumenta en exceso. A primera hora de la mañana se produce un pequeño altercado entre Sebas y Paz, es decir, el símbolo de los insurrectos desde el primer día contra el jefe y la otra cara de la moneda. Paz es aquel operario que todo empresario desea para su Empresa. Trabajador, sometido, siempre confiando en ese toque de gracia de su empleador que le devuelva su trabajo o que éste le sea de vital ayuda para encontrar otro gracias a una apasionada recomendación. Paz siempre fue de los preferidos del Sr. Malvárez, pero no a la hora de los emolumentos. Otros más audaces supieron aprovechar el momento preciso para conseguir un aumento. Eladio es el mejor ejemplo.

Eladio es un tipo gris y cambiante. Nunca sabes cuando es el mejor día para hablar con él. Hoy despacha a cualquiera con destemplanza, sobrepasando con creces lo que se entiende por mala educación y mañana hace que ese mismo sujeto se sienta parte importante de un par de piratas inseparables que se cuentan a la luz del reflejo de un vaso de ron las correrías por todos los mares del planeta. Este carácter hace que los más débiles del grupo lo tengan por un segundo encargado, llegando incluso a tener en cuenta sus decisiones y opiniones en más alta consideración que las de éste o las del jefe.

En más de una ocasión he visto con desprecio como Eladio humillaba a un compañero sin que este se atreviese a abrir la boca. Nunca necesité defenderme de él, puesto que Eladio es de esos tipos que tienen muy en cuenta los galones que aportan los estudios, y los míos, aunque discretos, parecen más que suficientes para aplacar su carácter conmigo.

Eladio es el que pone fin al altercado entre Paz y Sebas, como si algún poder divino le concediese el privilegio de decidir cuando los otros tienen el derecho a perder los nervios y cuando no. Ambos operarios siguen su orden como corderitos amansados. Me enerva esa prepotencia, pero miro para otro lado. Ya está el ambiente muy tenso y no conviene otra polémica. O tal vez yo no sea más que otro cobarde que no se atreve a denunciar lo que no le gusta.

Eladio, crecido por su reciente demostración de poder, comienza a elaborar un plan de ataque ante las previsibles malas noticias que esperamos provenientes del gestor. Su diatriba dice que lo primero será acorralarlo, sin violencia, pero escupiendo en su cara lo que todos pensamos de él. Luego lo echaremos del lugar y exigiremos que se presente el jefe aquí abajo para oír las malas noticias de su propia boca y poder hacerle frente convenientemente. Como el resultado se supone nulo, el tercer y definitivo paso, siempre según el nuevo organizador de la partida, será comenzar un encierro indefinido en las instalaciones. Deberemos de armarnos de paciencia, deberemos de utilizar nuestros móviles para que nuestras familias nos traigan mantas, ropa, comida, y si es posible, aporta mi pensamiento, un poquito de ilusión. Deberemos de hacernos fuertes. Deberemos de resistir hasta que el dinero brote como un manantial de entre las piedras. Deberemos de demostrar a esa calaña que nos dirige quienes somos.

Cuando Eladio está empezando a recoger los frutos de su discurso en forma de gritos y frases de aprobación, como un pueblo enardecido ante su líder, la puerta metálica de la nave, rogando tal vez el retiro definitivo, emite el quejido habitual al abrirse, permitiendo a la luz de la calle colarse antes que la sombra de Sandoval, y a aquella antes que a éste, sirviéndole de alfombra de bienvenida.

La sonrisa discreta que dibuja su rostro me dice que los planes de Eladio no van a ser necesarios. Joaquín, Inocencio, Paz, Sebas, Mariño, todos excepto un Eladio subido a un pequeño bidón que le servía de poltrona, nos levantamos de nuestros asientos improvisados como los feligreses al hacer su entrada el párroco en la iglesia.

Mi sensación se confirma. Sandoval nos dice que todo está arreglado, que ya hay dinero para pagarnos. Dice también que ya tienen comprador para la nave y que en pocos días cobraremos. Sólo tenemos que firmar la conformidad del cierre para que los papeles con la solicitud puedan ser presentados en la administración.

Miro a Inocencio, parece otro, o simplemente parece el mismo que me recibía en su puesto por las mañanas, con su tez colorada y rechoncha desprendiendo cada letra de su nombre. Miro a Paz, su gesto resignado de los últimos días se torna en rictus de agradecimiento. Miro a Siro, a Lito, a Lolo, y pienso que sus miradas deben de ser parecidas a las del condenado a muerte al que se le acaba de condonar la pena. Incluso Eladio mezcla con la vergüenza del ridículo una pose de tranquilidad. Supongo que yo transmito ahora la misma imagen que los demás. Sólo una cara no parece mostrar un gesto acorde con la noticia recibida, la de Sebas. Porta un rictus despectivo y desconfiado, pero no emite ni un solo sonido. Tal vez haya sido engañado por el jefe demasiadas veces como para que su cerebro perciba violines entre las palabras del gestor.

Alcanzamos en el momento un acuerdo para que nos dejen irnos a casa con cargo a las vacaciones pendientes de disfrutar hasta la fecha en que el dinero esté disponible, que según la Empresa será dentro de unos quince días. La gente desfila satisfecha para recoger sus cosas y marcharse de aquel lugar cuanto antes, como huyendo de algún tipo de fatalidad que nos hubiese sido asignada desde un ámbito o poder superior e inalcanzable para nuestro entendimiento.

Pongo en marcha mi coche con la firme intención de olvidarme de todo aquello por un tiempo, concederle una tregua a un estómago que ya me advirtió en varias ocasiones con fuertes dolores que no iba a estar dispuesto a cargar con toda la responsabilidad de la situación.

Al acercarme al peaje de la autopista, miro para la cabina de al lado, aquella en la que ella debiera de estar. No la veo. Bajo entonces la ventanilla de mi auto para proceder a extender la tarjeta y entonces me doy cuenta de que este no es un día como los otros, sin duda no lo es, no al menos como los de los últimos meses, este es un día afortunado en el que todo parece ponerse a mi favor. Tal vez el que reparte la suerte, sea quien sea, comprendiese que no había sido demasiado justo conmigo hasta entonces.

Ahí estaba ella, con su larga melena rubia pareciendo flotar en el aire, como en esos cursis anuncios de champús, con su sonrisa eterna y regalada invitándome a ser un poco más feliz, con sus enormes ojos verdes, casi de pez, mirándome como si yo fuese lo único que existiese en el universo.

No sé si fue la sorpresa de encontrármela en la cabina de regreso, o simplemente la magia del día que comenzaba a embriagarme como una copa de vino en ayunas, pero lo cierto es que lo hice. Le pregunté su nombre y ella me respondió. Afirmé que hoy lucía un día espléndido y ella asintió. Le comuniqué mi extrañeza por su cambio de puesto, y ella, sin abandonar su sonrisa ni un instante, me dijo con una voz que se me antojó tan angelical como seductora que lo hacía para no ver siempre las mismas caras a la misma hora, o mejor dicho, sí, ella dijo eso, mejor dicho, para volver a ver otras que le resultaban más agradables.

Dudé si en ese instante debería de sentirme aludido, pero así fue. Al fin y al cabo no había nadie más alrededor. ¡Me lo estaba diciendo a mí solo! Supongo que lo lógico sería salir de dudas al momento pidiéndole, por no rogarle, por no implorarle, una cita. Pero la única cita que llegó a mi cabeza fue la de la sangre agolpándose en mis mejillas, un calor procedente de algún infierno que me abrasaba hasta las orejas, una sensación de ridículo y derrota por no saber afrontar aquella frase, tan sutil y a la vez tan directa, tan sublime y certera, que mi mano derecha sin yo ordenárselo engranó la primera marcha para hacerme desaparecer entre el anonimato que concede el asfalto.

Aquella retirada fue el preámbulo a largos días de asueto en casa. Me niego a creer que ese tiempo de espera se pareciese en algo a unas vacaciones, a pesar de coincidir con las fechas navideñas. Fueron días de reuniones familiares al uso, pero que a mí me parecieron más absurdas e innecesarias que nunca.

Decidí no darle la noticia del cierre a mis padres hasta después de estas fechas para no amargarles las fiestas. Lo sabrán dentro de un par de semanas. Además, mi padre acaba de jubilarse y creo que tiene derecho a disfrutarlo durante unos días sin que nadie le tire por la borda un momento que llevaba esperando mucho tiempo.

Justo después del día de Reyes el teléfono me trae carbón. Al otro lado de la línea está Lolo, mi compañero y enlace sindical. Me cuenta que ha recibido una llamada de Sandoval advirtiéndole que la resolución del cierre ha sido favorable y que la Empresa deberá de pagar el finiquito en un plazo de quince días, pero que el jefe le ha comunicado que no tiene intención de hacerlo.

En un minuto, el que dura la información de Lolo, noto un débil mareo que me obliga a estar alerta ante tal novedad. No es algo inesperado, todos temíamos una reacción semejante de alguien al que el verbo pagar le resulta diariamente difícil de conjugar. Pero ahora, al concretarse nuestros temores, era consciente de lo que teníamos por delante, largas disputas dialécticas, encierros tal vez, pleitos en los juzgados, para conseguir cobrar lo que nos corresponde, ya mínimo debido al acuerdo alcanzado. Y todo ello con el terrible desgaste emocional que podría suponer.

La estrategia urgente incluyó una llamada y un viaje posterior hasta la fábrica ese mismo día por parte del enlace sindical acompañado de Ramos, para constatar en boca de Loli, la hija del Sr. Malvárez, que la Empresa no iba a desembolsar el dinero. Se sucedieron luego reuniones con los sindicalistas, con Sandoval, con un abogado, llamadas cruzadas entre nosotros, para conocer la mejor forma de afrontar el problema.

Decidimos esperar al jueves, día anterior al que se cumplía el plazo para el pago. A las nueve de la mañana allí estábamos todos, en la oficina de la fábrica. Loli seguía sentada a su mesa, distraída en los papeles como si nada tuviese que ver con ella. Media hora después llegaba el primer periodista, alertado por el sindicato para que fuesen testigos de la realidad y presionar con la verdad a la Empresa. A los pocos minutos se incorporó otro, y otro, y otro más, unos con una simple grabadora, otros con una cámara de televisión.

Las diez era la hora señalada para el ataque. Entramos en masa en la oficina de altos techos y no tan generosas paredes. El espacio libre se redujo al mínimo mientras Loli llamaba a su padre por el teléfono interior para que dejase la nave y subiese a lidiar con la situación. Allí apareció con prontitud aquel hombre de más de setenta años y poco más de metro y medio de estatura, con sus incontables hernias semejando una gran panza dentro de su pantalón. Los primeros minutos fueron de tanteo, como si de un partido de fútbol se tratase, pidiendo explicaciones por nuestra parte, intentando darlas por la del otro.

Poco duró la tensa concordia. El primero en dejar de simular calma fue Siro, con una alusión prematura y exagerada a su venganza si por culpa de la situación sus hijos llegasen a pasar hambre. Le siguió Eladio con una dura pero no menos justa crítica a la persona del jefe. Ya no hubo más actuaciones individuales en los segundos posteriores. Una tempestad de voces, como un huracán hasta ahora contenido, se desató sobre el frágil bosque que representaban el Sr. Malvárez y su hija. Ni siquiera tenían el apoyo del gestor, éste les había dejado a su suerte por no haber cumplido con su parte del trato y haber inflingido las leyes de la ética profesional. Malvárez, ya no señor para nadie allí, se retiraba los pocos centímetros que el espacio le permitía, mientras su hija, desencajada y a punto de estallar en llanto imploraba calma con la disculpa de evitar que el frágil corazón de su anciano padre pudiese dar un susto allí mismo.

Nadie calló pero nadie oía al otro. Cada uno de nosotros intentaba dar rienda suelta a todos aquellos sentimientos negativos que se habían posado durante años en nuestros corazones, en nuestro cerebro, llegando a resultar mucho más dañinos que todo aquel humo negro que se había pegado a la pared de unos pulmones que ahora escupían palabras, insultos, verdades, mentiras, exageraciones, amenazas, descalabro.

Las dos cámaras de televisión presentes intentaban hacerse un hueco entre la jauría de lobos para cumplir su cometido de informar o tal vez de explotar convenientemente el reality show que la situación les estaba proporcionando. Esto actuó como un bálsamo para todos. El resorte de la vergüenza saltó instintivamente y al instante, para evitar que la vecina del quinto nos viese esa misma tarde en un registro en el que no nos intuía siquiera, o que la farmacéutica del barrio y sus clientes nos siguiesen con la mirada y el silencio cómplice al hacer entrada en su local y nos mirasen despectivamente al salir de él, o, lo que sería aún peor, que nuestras propias familias no nos reconociesen en unas imágenes de algún telediario local.

Fue un bálsamo para todos excepto para uno. Malvárez se percató enseguida del cambio de decorado y del escudo que para él suponían las cámaras y anticipó una actuación estelar, un contraataque cargado de diatribas contra la infidelidad de los trabajadores y de halagos hacia su propia persona y su Empresa. Esto despertó a la fiera recién dormida mientras su hija le imploraba ahora cautela a su padre asiéndolo por el antebrazo cuando éste ya estaba desbocado y crecido a un palmo de la cara de Sebas, personalizando en él todo el desprecio que sentía por los que hasta hacía poco habían sido sus subordinados.

Sólo unos segundos se hizo esperar la reacción de Sebas, los mismos que duró su perplejidad ante el acoso desmesurado de su ex jefe. Al momento regresó todo aquel odio concentrado en su cuello que yo había intuido en la primera reunión. Pero ahora sus puños no estaban cerrados a la altura de su cintura, sino que una de sus manos agarraba fuertemente la yugular de Malvárez mientras la otra amenazaba un palmo por encima de su cabeza con golpearlo mientras todo su cuerpo se abalanzaba sobre el del otro, casi derribándolo en el impulso frenético. Entonces como una piña surgió la sensatez de la masa, aplacando a Sebas, separándolo entre tres, tal vez cuatro, aunque alguna voz interior nos pidiese que le dejásemos rematar la faena como su oponente merecía. Malvárez, en lugar de sentirse abrumado o acobardado por el embiste resurgió de sus cenizas como el perro pequeño que le hace frente al grande sabiéndose amparado por los que le rodean, profiriendo insultos hacia Sebas e invitándole a agredirlo a cambio de unos supuestos meses en la cárcel.

Ante una nueva intentona del chico, Lolo lo agarró por un hombro y le propinó una bofetada en la mejilla para hacerle recobrar la mesura. La medida pareció dar resultado, ya que Sebas inició una retirada del lugar entre improperios cruzados y el acompañamiento de dos cámaras que seguían su andar por el pasillo que da a la calle.

Sin Sebas ya acechando, el jefe pareció serenarse en los minutos posteriores, pero se encerró en sí mismo y su idea de no pagar cuando los demás le intentamos hacer ver la inconveniencia y los peligros de su decisión. Pronto volvieron a tensarse los ánimos. Eladio gritó, Inocencio gritó más que Eladio, Lolo lo hizo más que Inocencio, Mario gritó más que nadie, las voces de los que queríamos poner algo de cordura en todo aquello no valían nada, hasta que Siro, previo puñetazo en la mesa de una Loli cada vez más agazapada en su silla, los hizo callar para tomar la palabra como tantas veces. Entonces escuchamos al Siro de los comentarios futbolísticos en el vestuario, sentando cátedra, no dando pie a otras opiniones, reduciendo con un gesto de su mano derecha a todo aquel que intentaba entrar en su monólogo.

Él hablaba y Malvárez escuchaba meneando la cabeza con aires de desaprobación, mientras mantenía una sonrisa despectiva en sus labios. Entonces sucedió. Un gran ruido, breve pero brutal, precedió a un silencio sepulcral que se apoderó de la estancia. Nadie comprendía nada. Nadie alcanzaba a creer lo que veía. Siro yacía en el suelo, ahora sí mudo para siempre haciéndole eterno honor a su apodo, en medio de un charco de su propia sangre que le manaba de la cabeza. Aquella piedra del tamaño de un problema, había destrozado la ventana para ir a estrellarse contra la persona equivocada, si es que su destino era una persona y alguna pudiera ser nunca acertada para recibirla.

No sé si el silencio fue eterno o es que mis tímpanos no fueron capaces de asimilar otro sonido más que el de unos cristales cayendo destrozados. Miré para mis compañeros, miré para el jefe, miré para Loli, miré para el suelo y sentí un ligero mareo que a punto estuvo de hacerme perder pie. Entonces vi a los dos cámaras casi encima de Siro, grabándolo con minuciosidad, el cuerpo, la herida, la piedra, la sangre, todos elementos de una nueva película de terror. Sebas bramaba desde el exterior alegrándose de su fechoría, la de arrojar una piedra con borrosas intenciones, aún ignorante del resultado final.

No sé cuanto tiempo transcurrió, creo que muy poco, pero la policía nacional se presentó en el lugar con un forense antes incluso que la ambulancia que se llevó el cuerpo de Siro al hospital, pues de su alma otros se habrían ocupado ya.

Esposaron con violencia a Sebas para introducirlo en el coche policial mientras los demás éramos llevados a declarar en una comisaría cercana entre lágrimas de dolor y rabia presas en las retinas. Pasaron horas antes de que nos dejasen irnos a nuestras casas.

Conduje con velocidad hasta la entrada de la autopista. La impotencia y el desánimo me acompañaban. No estaba Eva, que así me dijo que se llamaba, ni en su cabina, ni en esta, ni en la última del fondo. Entonces reparé en que tampoco la había visto por la mañana al ir hacia la fábrica. Hacía más de veinte días que no la veía. Pregunté a la empleada que me atendió si sabía algo de ella. Me contestó que era su sustituta, pues la habían despedido poco antes de las navidades por no hacer bien su trabajo, según había oído.

No di crédito a la última frase. Me limité a recordar su pelo rubio flotando, su boca afilada sonriéndome, sus grandes ojos verdes mirándome fijamente y entonces comprendí al instante que en aquel día lluvioso y oscuro algo dentro de mí se había muerto para siempre.

Sin hacer ningún comentario me alejé de aquel lugar, puede que por última vez, puede que para siempre, aunque con la incerteza de no saber si podría desprenderme jamás de aquel frío, del humo de la fundición, del horror grabado en mi retina, y, sobre todo, de la angustiosa idea de no volver a ver a Eva.