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Gabriel Encinar

XII
Se fundió en la cabeza el sueño
se deslizó la locura y prendió en el alma
la nada, la oscuridad, la muerte
el silencio perpetuo de las tardes, y a veces,
la sencilla alegría de vomitar aire.

La cuchilla de afeitar herida
derramaba sangre en los espejos más claros,
sangre seca en el pabellón de los olvidados
peligrosos y sanguinarios,
tal vez mal interpretados por miradas cinetíficas,
me refiero a los médicos infalibles
diagnosticando cegueras, espasmos, recelos violentos...

La única salida era la terca paciencia
tan escasa y preciada en los rincones de la ausencia.
XV
Aquí los muertos resucitan sin avisar
las esquinas son redondas
y el silencio
es el sabor amargo de los días interminables.

La lujuria no existe,
la perversión la practican con agujas y algodón
la siesta es obligatoria, y el rencor
se pasea contra los cristales enrejados y ciegos
de unas paredes encaladas con años de tristeza.

Lo dulce de una merienda repetida con malta
y unas galletas secas, y a la par necias.

El alma está aquí ciega
el corazón amargado se cobija en noches de luna
y, cuando menos te lo esperas,
llega la ansiada libertad para unos brazos
tan faltos de abrazos y besos;
besos grabados en mejillas marcadas por la violencia
de los vigilantes de un atormentado tiempo
VII
Estuve allí
recorriendo días y días el largo pabellón
allí,
donde se esconde el llanto enloquecido
allí,
donde el escalofrío roza el aire y deja
un sabor amargo y seco
como ese vino avinagrado de bodega muerta.

Estuve entre sombras
masticando horas y horas de silencio,
a oscuras, en la celda norte del pabellón,
helados los huesos, tieso el corazón
con las venas amagando el último suspiro.

Una luz vaga y tenue
asoma tímida por el ojo de buey.

Pronto habrá cambio de turno
oigo los pasos del enfermero blanco
y ese insoportable sonido de cristales
jeringuillas, sangre y agujas
XVIII
Al traspasar el horizonte
luces y sombras,
más sombras que luces
y un sin fin de colores tenues y grises.

Imagino que ya no hay grillos
escucho tan solo el canto alegre del arroyo
en el jardín florido de la calma y el sosiego.

Loco, perdido, solo y abandonado
a una suerte poco propicia y esquiva,
transeunte vulgar de una vida ajena
empapada a base de siestas soporíferas.

Lo único que pido:
resumir en dos miradas el gesto impávido
el rostro tieso e ilegible
las canas sórdidas de un cerebro cansado
de mirar sin ver, el final del recorrido
la última estación de un tiempo
cargado de humo e irrespirable anhelo
IV
En cada mano un manojo de aire fresco
los ojos verde primavera
la sonrisa llena
cada labio la espera, larga
de un beso tierno y acompasado.

Él estaba enamorado, de los párpados lucidos,
de la callada boca de su amada,
de su triste mirada,
y, como un caracol, se arrastraba lento
por la cuerda floja del desconsuelo.

Las visitas eran cortas
casi, como el breve paso de las hormigas:
y fugaces,
sin apenas llegar al consuelo.

Y la idea constante de la fuga
se precipita entre rejas,
como el agua del arroyo
surca raudo el jardín
y se escapa
silencioso, sin retorno
I
Desde la línea amarga del desamparo
hasta el consuelo destemplado,
cien días de retraso.
El ocaso de las mentes inestrables
se desvela en noches eternas,
y en las grietas de la locura
se cobija una leve esperanza,
tal vez el reencuentro inevitable
de una cuerda con el desequilibrio.

Las tardes mezquinas y desconsideradas
sólo brindan árboles floridos
en el jardín del descontento,
y, a veces,
el encuentro, triste y coloquial,
con el gorrión atragantado
cantándole al desvarío.

Y al anochecer, la luz enmudece el centro
la piedra se hiela;
por las rendijas de las ventanas
se cuela el olor de la noche
con el agrio sabor de la mañana
en la retina de las bocas desbocadas.
XI
La mañana era hermosa,
casi dulce,
el jardín afrodisíaco, diabólico y perverso.

Casi todo era espera sin esperanza,
como esa luna sin sol,
como la última palabra en silencio.

Tras el intento de apearme en marcha
entro de nuevo en hospital de muerte.

Tras vaciarme los ojos de lágrimas
de vomitar toda la sangre posible
de perder los dientes y la lengua
me queda silencio y sordera.

De nuevo el aire huele a quemado
las venas se contraen de miedo
las manos tiemblan.

De nuevo las batas blancas
manchadas de desesperanza
de olvido...
XVII
Aquí sangran las puertas
el sol no es más que un punto lejano
y el silencio ley.

Los jueces van de blanco
condenas perpetuas en cuatro paredes con ojo de buey.

Lo único que se repite es el desayuno
siempre puntual e inoportuno,
la copiosa comida del mediodía
la siesta contundente e inevitable
alguna risa, algún golpe seco
la cena y el final del día,
sumirse en sueño profundo y, tal vez,
al final, la recompensa de un nuevo día repetido
VI
Miro el espejo y no me veo
los surcos de la locura escuecen
el cerebro casi seco supura
ceniza de fuego volcánico,
cada noche es el fin
y cada amanecer la última esperanza
de regresar a la vida.

Aquí todo se perfuma de olvido
el silencio es permanente,
a no ser por los gritos vanos
de alguna garganta desgarrada
clamando agua.

Hoy inyectaron paciencia en vena
a cada recluso la consabida promesa
del ya saldrás, del no hay prisa,
todavía quedan tardes espesas y niebla
con los álamos tras los cristales
de una huida imposible
X
Poco que contar
nada que decir de tanto silencio
las pardes de piedra
frías,
los ojos enfermos
húmedos de miedo
casi sin lágrimas
secos.

Hoy será como ayer
ayer se repetirá mañana
y al día siguiente lo mismo,
paseos, comidas y siesta
pastillas, agujas y el veneno cotidiano:
angustia, dosis de consuelo y al fondo
la ansiada y esperada huida
el final del túnel
la luz
V
La paciencia no tiene suerte
en el rincón del desvarío,
acecha burlona la muerte
helando el silencio de frío.

Las mañanas,
lentas,
se acurrucan
tras un sol inexistente,
vierten las venas espanto
en tanto la tarde, quieta
sostiene una luna creciente
XVI
Cada mano suya un par de las mías.

¿Dónde están mis recuerdos? - grita Furoco -
¿Y mis rencores? - reclama Suso -
¿Y mis amores? - llora José -
¿Y mis sueños? - quejunbroso Braulio -
¿Y mi guitarra? - digo yo -

Pepe, con voz transparente y relajada
nos conduce a la habitación trece.
Pasad:
allí estaba mi guitarra
y dentro de ella
los sueños, los amores, los rencores y los recuerdos
IX
Se respiraba olvido en cada mirada
cada uno con su sombra a cuestas
perdiendo aire cada minuto
huyendo sin salida.

La aguja en vena, el olor a alcohol
malta con galletas y un cigarro
mañanas de paseo por el largo pabellón.

Ahora salgo al jardín,
hojas en el sendero del desconcierto
flores rojas con sabor a esperanza
y un olor a...
besos, risas, en fin,
a felicidad,
perdida hace tiempo en un rincón
del internado húmedo y desolado
III
Casi a diario,
los tuertos del desequilibrio
desafían el norte,
bajan estrellas con la mirada
y las colocan en cada pupila
desenfocada y vacía.

La luna, para ellos,
es un punto estrafalario en el desierto
y cada sombra, un muerto:
la secuencia seca de luz
en la pared ausente.

La sangre en cada abrazo,
el ocaso en cada amanecer,
el placer contenido y sordo
y la gota, que colma los tejados,
empapa un miedo lejano, milenario
XIII
Nadie se acuerda del trastornado miedo
del vértigo, del vuelo atragantado y sordo
de las mil noches con sueño en pesadillas
del dolor en el pecho, y las entrañas heridas
de tanto sudor frío, del helado y sangriento beso
en unas paredes encogidas por el grito seco
de un interno harto y perplejo.

Yo tan solo recuerdo la risa floja y desatada
cuando la luna estaba muerta,
muerta de miedo en un cielo negro y febril.

Y no me olvido de tantos años de espera
de tanto trago prohibido,
del amargo café disfrazado
del suspiro ciego y cotidiano
en locos amaneceres de horror sangrado,
no me olvido de ti
cuando dejabas tu marca de "juanolas"
en la cajita azul,
de eso no me olvido
II
Los internos deambulan
sordos,
con el cigarro abrasando el aire;
cada paso en la noria incesante
y vuelta,
las palabras no dicen nada
el silencio se enreda, pesado
en las copas de los álamos.

Hoy es día de visita
vendrán los consuelos del alma
que no de los desvelos,
galletas, dulces y besos
escasos
para tanta espera repetida
XIV
Lo fugaz
lo transparente de la nada
la nada de un aire con olor a clroformo.

La vena surcada por hipodérmicas maléficas
por agujas con sabor a muerte
quemando el sueño
abrasando un sin fin de pesadillas.

Allí no hay nada
a no ser:
el sol en mañanas de verano
la pesada lluvia de cristales rotos
una rosa atormentada de miedo
y, acaso, un farol lejano e inalcanzable